jueves, 21 de agosto de 2014

Sin nombre / Capítulo 1

La siguiente historia que te voy a relatar, ocurre en una pequeña isla, cerca de un país en vías de desarrollo. Nuestro protagonista es un chico que decide escapar de su país y emigrar a dicha isla, lo que él no sabe, es que su destino no iba a ser el que él esperaba...

Nada más llegar a la costa de la pequeña isla, el chico es rápidamente apresado por los guardias. Lo llevan inmediatamente a una gran sala, lo sientan y lo esposan. La sala posee una iluminación muy brillante, casi se necesitarían gafas de sol para poder mirar directamente a una pared. Al cabo de un breve tiempo, llegan a la sala los tres grandes de la isla, El Juez, El Presidente y El Jefe de la Guardia.

- ¿Qué pretendías? - dice el Jefe con tono firme y casi desafiante.
- Yo... solo... - responde el joven.
- No se te ha dado permiso para hablar - dice el Jefe.
- Pero... - responde nuevamente el joven.
- Ni peros ni nada. Hablarás cuando se te autorice, ni antes ni después.
- Tampoco seas tan duro con él - le recrimina el Juez - Tendrá sus razones para hacer lo que ha hecho...
- En esta isla hay unas leyes y han de ser cumplidas. - Dice testarudamente el Jefe - Y tú, mejor que nadie debe saberlo, que para algo eres el Juez de la isla.
- Bueno joven - salta el Presidente - Cuéntanos, ¿cuáles eran tus intenciones? ¿Sabías que para entrar en esta isla, necesitas una autorización firmada por el Juez y por mi previa a venir?
- Mi intención era salir de mi país, tratar de prosperar. No sabía de vuestras leyes... Os pido disculpas, pero la situación en mi país es lamentable, casi no hay comida ni agua.
- Está bien -dijo el Juez.

Con un leve pero contundente gesto con el brazo, el Juez invitó a pasar por la sala al náufrago al tiempo que le decía que se acomodara en una de las habitaciones, ya que mañana tendría que explicar con detalle quién era, qué buscaba y cómo había llegado hasta allí sin la autorización expresa de ninguno de los miembros honorables de la isla.

La habitación tenía lo básico, una cama, un espejo y una cómoda. La cama era bastante mullida. El espejo colgaba de la pared, y bajo él estaba la cómoda. Sobre la cama había una ventana con barrotes, se acostó y miró a través de la ventana, pudiendo ver una noche oscura, totalmente despejada y estrellada, a lo lejos estaba la gran y majestuosa Luna... se le cerraban los ojos cuando de repente, ve una estrella fugaz y pide un deseo... poder estar en la isla.

En su mirada se plasmó la tristeza en toda su magnitud. Cada vez que veía la Luna sentía nostalgia por aquella tierra que le vio nacer, crecer, vivir y, quizá algún día, morir.  De alguna manera se sentía con la falsa libertad de un animal criado en cautividad. No le gustaba pero sabía que tenía que sobrellevar ciertos sacrificios para conseguir su objetivo. De pronto los recuerdos se agolpaban en su mente y le atormentaban. Entre sus pensamientos estaba ella. La mujer más inteligente que había conocido y que había tenido la desgracia de ver morir entre sus brazos.

La noche fue larga, pero se sentía maravillado de la majestuosidad de los astros a lo lejos. Tal vez, en algún lugar de su mente, sabía que lo que había hecho estaba mal. Abandonar su tierra e irse a otra donde no conocía a nadie ni él era conocido por nadie. Pero le daba igual. Sentía la necesidad de salir, de conocer otros lugares lejos de donde había vivido... Poco a poco iba pasando el tiempo, y la noche se hacía día. Justo al amanecer aparecía en la habitación el Juez quién le daba los buenos días.

-Buenos días,.... caballero. Espero que haya pasado buena noche y haya descansado, ya que le espera una mañana bastante larga, señor..
-Encantado.Gracias por dejarme descansar aquí después de todo.

Los dos hombres caminaron charlando hacia el comedor, donde les esperaban panecillos, dulces, y todo tipo de alimentos para el desayuno. Ambos se sentaron en sendas sillas y empezaron a comer. El joven estaba realmente hambriento y  no podía contener sus ansias al morder los croissants y las tostadas. Habían pasado varios días hasta llegar a la isla y su cuerpo se había resentido. Sus fuerzas flaqueaban pero resurgían para alcanzar los deliciosos manjares de la mesa.

-Bueno, dígame, ¿Cuál es su nombre? - Le pregunta el Juez.
-Alberto - dice con la boca llena.
-¿Edad?
-37 años.
-¿Motivo de su "visita" a la isla?
-Encontrar trabajo, tener para comer y vestirme... Ser alguien "de provecho".
-Alberto, tus intenciones son honorables, hablaré con el Presidente y el Jefe de Guardias, y trabajarás para mi.
-¿De verdad señor?
-Sí, pero no será un trabajo fácil, ¿Sabes trabajar las tierras?
-Sí, algo sé, pero... ¿Dónde dormiré? ¿Dónde comeré?
-Mis tierras no están lejos de aquí, a 10 o 15 minutos caminando, podrás dormir aquí, en la habitación de anoche, y comer donde mismo lo estás haciendo ahora.

Alberto se sentía agradecido. El futuro que le esperaba distaba mucho del pasado, en el cual no existían las herramientas de agricultura.ni nada que se le pareciese. Estaba cambiando el aire acondicionado de la oficina de la sucursal por la leve brisa del viento bajo el ardiente sol de la isla. El cambio podría hacer ruborizar a cualquiera de sus compañeros pero él se sentía agradecido de tener un porvenir mejor que ellos, a quienes el hambre abrazaba con sus garras hasta la muerte.

Brevemente recordó la sedosa piel de su esposa. De nuevo se agolpaban los sentimientos de ira junto a los recuerdos. No soportaba la idea de no haberle proporcionado la suficiente ayuda para que sobreviviese. Verla desfallecer se había grabado en su maltrecha cabeza.

Tras unas cuantas horas de trabajar la tierra, aparece una muchacha con una bandeja y sobre ella un vaso y una jarra de agua fria.
-Señor, ¿quiere agua fresquita?
-Oh, si, por favor.
La muchacha coge la jarra y le sirve el vaso de agua.
-Es muy amable - Dice Alberto.
-No, simplemente cumplo con mis obligaciones.
-¿A que te refieres?
-Soy empleada del hogar del juez.
Se hace un silencio mientras Alberto se toma el vaso de agua.
-¿Puedo saber tu nombre?
-Claro, Esther.
A Alberto se le había caído el mundo encima... la cara le cambió nada mas oír el nombre de la muchacha...
-Señor, ¿está bien? ¿señor?
Alberto no reaccionaba. Se había quedado absorto en la imagen de su hija Esther el día que la vio tirarse por el puente, petrificando su mirada hacia el infinito. De toda la familia solo él quedaba vivo, la hambruna trajo depresiones y suicidios y delincuencia a la tierra que había abandonado y su familia sufrió demasiado. Tras un breve momento de intenso dolor en el pecho, que le llegaba desde lo más profundo de su alma, volvió en sí y le respondió a la mujer que se encontraba bien, agradeciéndole la preocupación y continuó con su tarea.

By Nat and Ari.